MAJO SISCAR 
domingo, 26 de febrero de 2012, En Domingo / El Universal
La  recepción de la Secretaría de Seguridad Pública de Nuevo León estaba  repleta de gente. Había ocurrido un enfrentamiento en un penal en el que  220 reos resultaron heridos de gravedad y, luego de varias horas, aún  no recibían atención médica. La hermana Consuelo Morales  se había reunido con el entonces secretario para exigirle que  atendieran a los reclusos. Al despedirla, sin llegar a ningún  compromiso, el funcionario sacó un rosario de plata y, agarrándolo con  las dos manos, dijo:
—Mire hermana, éste es mi patrón y el suyo también.
—No, no se equivoque, esas son bolitas de plata, mi patrón está entre los que usted tiene hambreados, torturados y escondidos en los penales —le respondió.
—No, no se equivoque, esas son bolitas de plata, mi patrón está entre los que usted tiene hambreados, torturados y escondidos en los penales —le respondió.
Luego de esas palabras reinó el silencio. Sin  aspavientos, sin altanería, aquella pequeña mujer que portaba una cruz  que descansaba en las honduras de su pecho estaba dando cátedra  teológica. Según el Nuevo Testamento, Dios renunció a su condición  divina para encarnarse como Jesús de Nazaret, un hombre pobre y  perseguido que rechazó las tentaciones de poder y riqueza que le ofreció  el Diablo en el desierto. También desafió al régimen vigente y por eso  acabó su vida crucificado, como un reo común, víctima de un sistema  despótico. Para seguir su obra resucitó, no sólo al tercer día, sino en  todos aquellos para los que sus enseñanzas trascienden los muros de  oropel. O al menos así entienden las escrituras personas como Consuelo,  como el obispo Raúl Vera, como el padre Alejandro Solalinde, como el  difunto Samuel Ruiz.
En los últimos años han adquirido notoriedad  un puñado de religiosos que acompañan las causas de los más pobres, de  los desprotegidos. Son sacerdotes y monjas  que descubrieron su vocación en la selva, en las cañadas, en las  colonias más miserables de las ciudades, bajo las balas o junto a las  vías del tren que abordan los migrantes. Convirtieron su fe en una arma  para combatir las injusticias aunque con ella toquen intereses  económicos, políticos e incluso de los mismos jerarcas de la iglesia que  representan, la católica. Renunciaron a los egos del púlpito, a las  influencias con políticos y empresarios, a las mieles de los dulces de  convento y a las comodidades de la parroquia ataviada de plata para  calzar sandalias o dormir en colchones arañados. Algunos se levantan de  madrugada cuando se enteran que está llegando un nuevo tren cargado de  migrantes. Algunas corren al encuentro de una madre desconsolada porque  se llevaron a su hijo. Otros olvidan oficiar misa cuando tienen que  encabezar una marcha. Ellos leen en los Evangelios una declaración de  derechos humanos. Luchan por la liberación integral del hombre. Abogan  por sus comunidades.
Así emulan a Jesús estos monjes rebeldes. Su  vía crucis particular se presenta en forma de editoriales atacantes,  gatos degollados en sus puertas, narcomantas, asaltos y hasta quemas de  sus instalaciones. Están convencidos de que éste es el sendero que Dios  les marcó, y a su paso, alumbran la esperanza de miles de personas que  acuden a ellos después de que se les cerraran las puertas de las  oficinas gubernamentales. Como los presos a los que defendía Consuelo  Morales.
El segundo país con más católicos del mundo —sólo debajo  de Brasil—tuvo en su rebaño a uno de los máximos exponentes de la  llamada teología de la liberación, Samuel Ruiz, el hombre que defendió  los derechos de los pueblos indígenas. A poco más de un año de la muerte  del obispo emérito de Chiapas (24 de enero de 2011), presentamos  algunos retratos de religiosos mexicanos que han  seguido un modelo de fe similar al de don Samuel. Ellos son los líderes  religiosos de la generación que siguió a “Ta-tic” —padre, en lengua  tzotzil—.
No se la encuentra en ningún convento ni en ninguna  escuela, lo suyo son los penales, las procuradurías. Esta mujer menuda,  de ojos vivarachos y voz saltarina arrea la justicia en Nuevo León.  Denuncia, investiga, junta pruebas, demanda, apela, escucha, consuela.  Aunque eso le haya costado muchos sustos desde que en 1993 fundó  Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos, CADHAC, la única  organización de estas características en el estado.
Luego de  denunciar torturas en las cárceles, amanecieron dos gatos degollados en  su puerta y un mensaje que le advertía que ella sería la próxima. Otro  día la siguieron después de pelearse con dos policías que golpeaban a un  muchacho en la calle. También le han intervenido el teléfono y la han  amenazado verbalmente. Hay a quienes el miedo les paraliza, a Morales,  le sirve de impulso.
En 2008, Amnistía Internacional de Londres  mandó 3,000 cartas al gobernador de Nuevo León, el príista Natividad  González, para que garantizase la seguridad de la religiosa. Las copias  de dichas misivas fueron la decoración de Navidad del CADHAC. Sin  embargo, y pese a que los hostigamientos cesaron, para Morales el peor  año ha sido el 2011: la religiosa y su reducido equipo documentaron 117  casos de desaparición forzada, pero estima que, en realidad, hay hasta  800, pues la mayoría no han sido reportados. En cuanto a señalar  culpables, ella no se muerde la lengua: asegura que una tercera parte de  las desapariciones las cometen las fuerzas de seguridad, cuando éstas  no acompañan directamente a los criminales.
Su trabajo la ha  convertido en una piedra en el zapato de funcionarios públicos y  empresarios, pero también se ha ganado el respeto de algunos políticos, y  el de la ciudadanía. Muchos familiares de desaparecidos dicen que la  oficina de la seguidora de San Agustín es el único sitio donde les  ayudan a buscar a sus parientes. La organización Human Rights Watch le  otorgó en  noviembre el premio Alison Des Forges por ser “una defensora  valiente e incansable de las víctimas, y una crítica implacable de las  fuerzas que cometen estos atroces delitos”. Es la primera mexicana que  lo recibe. Para ella, sin embargo, el mejor reconocimiento sería no  tener trabajo. Aún así, no extraña la vida reposada de otras religiosas.  Los conventos le dan lástima. La defensa de los derechos es su opción  de fe, porque le permite tratar a cualquier desconocido como a un  hermano. “Todos somos hijos de Dios —d i ce —, así que si no somos  capaces de tratar a cualquiera como un hermano de sangre, estamos  haciendo teatro”. Ella lleva 18 años descorriendo el telón.
Su  padre nunca hubiera imaginado que ese niño pendenciero que se acercó al  Yunque en la juventud, acabaría siendo uno de los mayores defensores de  los migrantes en México. Los carmelitas le enseñaron el camino de Dios,  pero Solalinde asegura que hasta la madurez era un Padre Amaro  cualquiera que despachaba en la diócesis de Toluca. Como el cura de la  película, manejaba coche del año, viajaba regularmente a los Estados  Unidos y gastaba sus extras en discos y artesanías. Ahora no tiene  secretaria, ni oficina, ni siquiera un escritorio.
Duerme en una  hamaca que cuelga en una de las bodegas del albergue Hermanos en el  Camino, en Ixtepec, Oaxaca, cercano a las vías del tren en el que viajan  los centroamericanos hacia el norte. En los años 80, después de recibir  una llamada de Dios —asegura que habla con él a menudo—, decidió  cambiar su vida de padrecito acomodado de Toluca para convertirse en el  cura de una mísera parroquia en la Mixteca Alta, al norte de Oaxaca.
Cuando  llegó a la diócesis de Tehuantepec, al sur del estado, se le encogió el  corazón al ver el desdén con que se trataba a los centroamericanos que  atravesaban la región montados en el ferrocarril carguero. Primero  empezó a llevarles comida y agua, hasta que un día el tren descarriló y  la policía asaltó a los viajeros. Cuando Solalinde llegó, salieron  setenta migrantes de entre los matojos. El cadáver de otro yacía en el  suelo, despedazado por la máquina. Solalinde propuso al párroco  alojarlos en la Iglesia, pero éste se negó rotundamente. Para el  carmelito fue como si le cerraran al mismo Jesús las puertas de la Casa  de Dios. Y decidió buscar un terreno donde fundar un albergue.
Ahora,  la casucha de ladrillos y palma, que se construye desde hace cinco años  con aportaciones particulares, es un refugio del acecho de las mafias  de secuestradores, que no son otra cosa que una confabulación del crimen  organizado con las autoridades, según acusa el padre. Sus denuncias le  han valido muchas presiones. De la presidencia municipal de Ixtepec, de  los vecinos, del obispado de Tehuantepec, del Instituto Nacional de  Migración (INM), del mismo ex gobernador Ulises Ruiz. El INM lo acusó de  ser pollero —traficar con los migrantes—. Algunos vecinos, azuzados por  el alcalde —dice Solalinde— intentaron quemar el albergue con él  adentro. Pero el carmelita no se rinde, está convencido de que la  migración es un derecho y con su trabajo en estos cinco años se ha  ganado el respeto de algunos medios de comunicación y de ciertas  autoridades. La  nueva legislación sobre migración, bautizada  popularmente como Ley Solalinde, recoge la petición del padre de  conceder una visa de tránsito a los centro y sudamericanos para cruzar  el país. Pero mientras no se aplique, él sigue denunciando, donde se  precie, la vulnerabilidad que sufren los indocumentados.
Mary  Chuy, como la llaman los que la conocen, igual elabora un informe sobre  buenas prácticas educativas solicitadas por el Vaticano, que se planta  ante un camión de obras de la Supervía (un proyecto vial en el sur  poniente de la Ciudad de México que provocó la ira de ambientalistas y  vecinos) para evitar que avance. De nueve a cinco es Directora de  Contenidos de la Confederación Nacional de Escuelas Particulares, una  agrupación de colegios católico-humanistas, en la aburguesada colonia  Narvarte, en la Ciudad de México, y pasadas las seis de la tarde llega  al Cerro del Judío, en la colonia popular La Malinche, donde se cambia  los zapatos —negros con un ligero tacón ancho— por unos tenis, para  acudir cómodamente a asambleas vecinales, preparar talleres para la  comunidad y hasta montar algún plantón si se tercia.
La hermana  llegó a La Malinche hace ocho años, tras un periplo por el país que la  llevó a Chiapas y a Culiacán. Junto a los campesinos de la frontera con  Guatemala descubrió realmente los votos de pobreza, y en la diócesis  de San Cristóbal, encabezada por Samuel Ruiz, supo qué significaba ser  una mujer de iglesia. Así, cuando regresó al Distrito Federal, se trajo  algunas de esas lecciones. Pidió que la ubicaran en el Cerro del Judío,  donde ya había estado antes, y se encargó de la coordinación parroquial.  Cuando los vecinos empezaron a discutir el proyecto de la Supervía,  encontró que los Evangelios estaban en contra de ese proyecto y acabó  encabezando las protestas. Reconoce que ha sido como “ponerse con Sansón  a las patadas”, porque hasta la Iglesia le ha dado la espalda, pero  está convencida de que se trata de “una obra de muerte”, porque  representa el autoritarismo y la violación de los derechos de la  comunidad. Y aunque la Supervía siga adelante ella seguirá trabajando  para el fortalecimiento del tejido social de esa colonia, porque ese es  el eje de su fe: la defensa de los derechos de la comunidad. Para esta  hermana los gobernantes, igual que la jerarquía eclesiástica, se han  olvidado de la gente de a pie. Por eso cree que la educación es el único  camino para avanzar hacia un mundo más justo. Y la confederación de  escuelas a la que pertenece le permite influir en los valores que se les  inculcan a las nuevas generaciones, aunque tenga que enviar informes al  Papa.
En el cuartito húmedo, atascado de montañas de papeles que  tiene por oficina, no se vislumbra nada electrónico. La decoración,  ausente, va a conjunto de sus lentes de fondo de botella. Tiene 66 años  pero aparenta más. Eso sí, al oírlo se descubre que es una enciclopedia  de teología, de Teoría Social. A ello ha consagrado su vida desde el  bachillerato, cuando un fraile dominico lo inició en la filosofía  cristiana. Lo atrapó con Santo Tomás de Aquino, el llamado Doctor de la  Iglesia católica. De él aprendió que Dios es el único Señor que se  escribe con mayúsculas y que la propiedad privada es una construcción  cultural. Esas lecciones daban fundamento a lo que ya le había infundido  su padre, un sombrerero de Querétaro que solía agradecer el paso de la  Revolución porque, decía, al haberle quitado su hacienda familiar, lo  había obligado a trabajar.
Miguel quiso estudiar más y se  inscribió en la orden de los dominicos, la misma de la Inquisición y de  Fray Bartolomé de las Casas. Luego de estudiar a fondo la historia del  Santo Tribunal que quemaba “b r u ja s ”, se horrorizó. En 1998, en la  Catedral de Santo Domingo, en Bolonia, Italia, pidió perdón públicamente  por las aberraciones de la Inquisición. Ahora prefiere seguir las  enseñanzas de Fray Bartolomé y Fray Vitoria,  un par de dominicos que defendieron la dignidad humana ante el abuso  del poder. Su primera crisis de fe la tuvo cuando escuchó la cruda  realidad que relataba monseñor Hélder Camara, el Obispo Rojo de Brasil,  en una de sus visitas a Europa para denunciar los excesos de la  dictadura de los años 60. Aún recuerda las palabras que lo hicieron  tambalearse: “Un tercio de la humanidad se encuentra en la abundancia y  son los que explotan y oprimen a los otros dos tercios. Y lo más  vergonzoso para nosotros, es que ese tercio es el que se dice  cristiano”. ¿A qué intereses servía él, entonces? A partir de entonces,  Concha se adentró en el estudio de los teólogos aperturistas que  surgieron después del Concilio Vaticano II, y participó en el movimiento  del 68 parisino.
Cuando regresó a México, trabajó tres años en  comunidades eclesiales de base, pero prefirió predicar su fe a través de  la reflexión académica y la enseñanza. Reconoce que es un teólogo de la  liberación de escritorio, y justifica su posición diciendo que  “cualquier experiencia práctica necesita fundamentos teóricos”. Aún así,  no vive encerrado en su oficina. Imparte cátedra en tres facultades de  la UNAM y dirige tres organizaciones que defienden los derechos humanos.  Suele ir a donde lo inviten, siempre que sea para defender una  injusticia. Lo mismo oficia misa en plena calle en memoria de las doce  víctimas mortales de la discoteca News Divine que va a foros sociales o  acude a los Diálogos por la Paz para decirle sus verdades a Felipe  Calderón. Concha siempre habla con esa voz rasgada por la nicotina, tan  sincopada que parece estar dando una lección a un grupo de alumnos  adormilados.
En su sala de reuniones destaca un póster de la Comandanta Ramona,  la primer indígena que habló en el Congreso de la Unión, en 2001, en el  marco de la marcha zapatista al Distrito Federal. No hay ningún símbolo  religioso colgado. Ella no trae encima ninguna cruz, ningún rosario.  Sólo unos aretes negros de una pulgada y un sombrero de henequén para  protegerse del sol. Es más común que nombre a Sor Juana Inés de la Cruz  que a Jesús. Si la dramaturga ingresó a la vida religiosa para poder  dedicarse a escribir, Aída Concha encontró en la orden de las Hermanas  del Servicio Social la posibilidad de realizarse, vivir en comunidad y  servir a los demás sin las presiones del matrimonio y la maternidad.
A  sus 77 años no se ha sometido a ningún hombre, ni a los curas que tanto  odiaba su abuela, y lo dice con tanto ahínco que una no se atreve a no  creerle. Hija y nieta de masones, se rebeló hasta de la tradición  familiar para ordenarse. La congregación le permitió irse a estudiar   sociología a Chile, donde vivió la toma de gobierno de Salvador Allende,  con mucha alegría. Cuando regresó a México entró a trabajar a la  Pastoral Indígena, y ya el primer día se negó a servirle café al  sacerdote que la recibió. Cuando el obispo le dijo que llevaba la falda  demasiado corta —justo por debajo de la rodilla— Leonor le dijo que eso  era problema suyo y no de ella. No sabía que estaba desafiando el  patriarcado. Tiempo después, cuando estaba preparándose para participar  en la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Puebla, una monja belga,  Betsie Holland, le descubrió los primeros textos feministas. Corrían los  años setenta y la Teología de la Liberación estaba en auge. Leonor lo  vio claro. Se opuso a abogar por el sacerdocio femenino. Su camino  estaba fuera de las estructuras eclesiales, con las mujeres de que  hacían labor social en las comunidades.
Luego de la conferencia  surgió Mujeres para el Diálogo, la asociación en la que lleva treinta  años  trabajando para impulsar el empoderamiento de indígenas y  campesinas, junto a otras ocho mujeres, todas laicas. “El feminismo aún  asusta a muchas religiosas”, dice. Y asegura que no hay contradicción  entre leer a Simone de Beauvoir y creer en un Dios único y hombre. Aún  así, está convencida de que si las Sagradas Escrituras se escribiesen  ahora, serían muy diferentes. Los tiempos han cambiado y al verla una  piensa que la Iglesia también. Sin embargo, Leonor hace su trabajo muy  al margen de la estructura eclesial. De tanto evitarla ya ni siquiera  frecuenta misas. Pero cuando hace sus oraciones a diario, una la imagina  regañando incluso a Dios.
No se considera un obispo rebelde,  pero recibe llamados de atención por sus comentarios a favor de la  diversidad sexual y la exigencia de justicia para las familias de los  mineros soterrados en Pasta de Conchos. Le piden  explicaciones en el Vaticano, pintan mantas en su contra, lo amenazan.  Vera no se amilana porque piensa que la justicia no sólo se predica, se  organiza. Y así lo ha hecho en la diócesis de Saltillo desde hace doce  años, en una suerte de destierro por no haber cumplido en Chipas la  misión que le habían encomendado en Roma.
La jerarquía  eclesiástica lo había enviado a San Cristóbal de las Casas en 1995, como  obispo coadjutor de Samuel Ruiz. Pensaron que Vera, un dominico con una  carrera meteórica dentro de la iglesia, formado en Bolonia y el  Vaticano, podría dar un viraje conservador a la obra titánica en favor  de los indígenas que había emprendido don Samuel Ruiz. El guanajuatense  que ya había levantado la diócesis de Ciudad Altamirano, Guerrero,  siempre había tenido claro que Jesús caminaba al lado de los pobres,  pero a finales de los 90, junto a Ruiz, aprendió a ser un obispo libre.  Tatic le mostró cada uno de los rincones de la diócesis y le enseñó que  los intereses del pueblo siempre van primero.
Cuando la jerarquía  eclesiástica advirtió que Vera no iba a cambiar el rumbo, optaron por  desterrarlo a la otra esquina del país. Y tampoco se amedrentó. Adaptó  la doctrina social de Ruiz a la situación norteña y abrió la pastoral a  la defensa de los migrantes, a la diversidad sexual, al apoyo de los  mineros, a los familiares de desaparecidos. Denuncia la violencia y la  corrupción que azota a Coahuila y a otros rincones de México, tanto en  sus sermones como en marchas y reuniones. Se la pasa entre aeropuertos,  movilizaciones y reuniones, siempre conectado a la red con su iPad o su  iPhone. Escucha música en su iPod y recuerda con emoción cuando, siendo  un ingeniero químico recién egresado de la UNAM, su primera misión en la  pastoral social fue promocionar un disco que cantaba Raphael para  erradicar la pobreza en el mundo.
Don Raúl lo mismo cuenta  chistes que discute de teología o se mete a un prostíbulo a conversar  con las prostitutas (sólo para enterarse de las vejaciones que sufren  por parte de los soldados). Frente a la catedral de Saltillo colgaron  mantas que demandaban “un obispo católico”. Pero ese templo que lucía  casi vacío hace 12 años, cuando llegó, ahora suele estar repleto. Las  risas y el llanto de los bebés se entremezclan con su homilía, en la que  no habla de la resignación de los pobres, sino del desafío de Jesús a  los poderosos.
MAJO SISCAR es una reportera española que ha seguido tantas marchas y caravanas que terminó conociendo de cerca a los líderes mexicanos que luchan por los derechos humanos. La ganadora del premio a la mejor periodista europea de 2010 (por un reportaje sobre mujeres encarceladas por abortar) forma parte de un grupo ultrasecreto que se reúne por las noches para hablar de periodismo narrativo (pero shhh, no se lo digan a nadie)
 






 
 
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